POR JOSE ARIAS.
Creo que reloj rondaba casi las cuatro de la tarde de ese 12 de enero de 1972 cuando nos enteramos por Radio Cristal, y en la voz de Bonaparte Gautreaux (Cabito), que “los muchachos” –Amaury, La Chuta, Ulises y Virgilio—libraban desde tempranas horas de la mañana una feroz batalla contra una poderosísima estructura policiaco-militar dotada de una obscena capacidad de fuego para aniquilar, de una vez por todas, a los “delincuentes y asaltabancos” pertenecientes a esta célula revolucionaria de Los Palmeros, apéndice del Comité Revolucionario Camilo Torres (CORECATO).
“Los muchachos”, sobre todo Amaury, combatieron –casi desde su infancia— al conservadurismo dominicano más relevante de Trujillo y Balaguer, pero sobre todo a los 12 años de Balaguer. Al don Elito cortesano de Trujillo, vecino silencioso de la calle Estrelleta y luego allá en su Casa Gris de la Máximo Gómez. Don Elito, el de la Lucía tan lánguida y tan sublime pero igual de autocrático y asesino como el que más. Al Balaguer de cuyos malabares maquiavélicos ahora copian hasta la saciedad de sus bolsillos, algunos de los miembros más distinguidos de las actuales élites políticas dominicanas.
Un presidente Balaguer firme y coherente contra todo aquello que oliera a democracia, justicia social, participación popular y respeto a los derechos humanos. Todo lo joven y nuevo era “subversivo y enemigo de la Patria”.
Hablamos de los tristes, largos y oscuros años de Guerra Fría. Del plan de exterminio contrainsurgente contra todos aquellos y aquellas que en el 1965 se atrevieron a levantar la voz y los fusiles exigiendo la vuelta del gobierno constitucional de don Juan Bosch, el que una vez dijo servir al partido para servir al pueblo. Plan de exterminio que también se puso en práctica en Argentina, Uruguay, Brasil, Chile…
En los 12 años de Balaguer, miles de muchachos perdieron la vida a manos de las bandas paramilitares recomendadas por la CIA en su afán de torturar y asesinar a la juventud que solo quería disfrutar del “Estado de Derecho”, viciado o no, corrupto o no, que disfrutamos en la actualidad.
Retornando a ese 12 de enero, hace ya cuarenta años, recuerdo como ahora que un grupo de amigos jugábamos baloncesto –21, mejor dicho— en la cancha del barrio, mientras Amaury, diez años mayor que nosotros, se enfrentaba a un contingente mixto de las Fuerzas Armadas.
Ninguno se percató de la radio que reportaba casi a cada minuto los feroces combates que estremecían el kilómetro 15 de Autopista Las Américas, camino al aeropuerto, a Boca Chica y a las playas clasemedieras de Guayacanes y Juan Dolio. Ninguno se percató de lo que pasaba porque el juego nos absorbía energía y diversión. Pero poco a poco la tensión de los acontecimientos nos llamó la atención. Sobre el aparato de radio, nunca supe de dónde apareció. Nadie andaba con una radio en una cancha de barrio para aquel entonces.
La tensión se escurría sola en la voz grave y tensa de Cabito Gautreaux, quien desmenuzaba las incidencias de la feroz y desigual batalla. Cabito narraba acostado en el suelo, micrófono en mano. El veterano periodista reportaba el tableteo de las ametralladoras y la llegada de más contigentes. Más pertrechos militares, más tanques, más carros de combate, más guardias del arsenal, más generales asesinos con cara de galanes de Hollywood. Sobre todo uno, contralmirante de la Marina, siempre tan dandy como le toca ser a los buenos asesinos. Más de todo y más para aniquilar a los cuatro muchachos.
Cabito registraba con la respiración entrecortada los intensos y constantes silbidos de las balas y el estallido de granadas contra todo lo que se movía alrededor de la cueva donde los “muchachos” resistían la brutal ofensiva.
Largas e intensas horas de combate, infinitas. Se paralizó el juego del 21. Todos atentos a la radio.
El juego de baloncesto se esfumó y el aire se hizo espeso. El gris de la tarde ya empezaba a caer.
Mi madre, apareció de la nada, igual que la radio, agitada y nerviosa. Salió de algún lado de la cancha y en cuestión de segundos me enrostró mi ignorancia por estar en esa cancha a esa hora mientras estaban sucediendo trágicos sucesos al otro lado de la ciudad. "Muchacho del carajo, camina, tú tá loco ¿ehh?!". Yo delante de ella y ella detrás de mí mascullando reproches que intuía en algo parecido al terror. El miedo, como era habitual, inició una escalada lenta y progresiva en su corazón de madre.
Ya en casa, esa noche, nos enteramos de que Amaury y los muchachos cayeron abatidos, allá en su cueva de guerreros. De hombres con miles de estrellas en la frente. Que la CIA ayudó a detectarlos a través de un avión que vino de Miami.
La noticia de su muerte se regó como la leve lluvia que caía. Una jarinita. Fue entonces cuando la ciudad se autoimpuso un gran toque de queda. Silencio. La Pax Romana de Balaguer.
Esa noche, en la cancha del barrio, los “muchachos grandes”, los que siempre iban de noche luego de que jugáramos los más pequeños, no asistieron a su acostumbrada tanda nocturna de jugar “21” .
Es que muy lejos de la cancha del barrio, cayó acribillado otro “muchacho” siempre clandestino, siempre furtivo, amante de la poesía de Miguel Hernández, el hijo de doña Manuela, de la Salomé Ureña, el de miles de estrellas en la frente.
Un “muchacho” que nunca pudo jugar 21 como nosotros por estar siempre de clandestino y de firme en sus convicciones de construir un país y un mundo mejor. No importa que estuviera equivocado o no en el tipo de sistema que convertiría al mundo en un mejor lugar para vivir. Su equivocación es lo de menos. Las ideas no se matan a balazos.
Por eso, era de esperarse que a los "muchachos grandes" no sintieran ganas de jugar esa noche aunque nunca habían oído hablar de Los Palmeros. A ellos y a la ciudad se los comió el silencio, se los comió la noche.
“Los muchachos”, sobre todo Amaury, combatieron –casi desde su infancia— al conservadurismo dominicano más relevante de Trujillo y Balaguer, pero sobre todo a los 12 años de Balaguer. Al don Elito cortesano de Trujillo, vecino silencioso de la calle Estrelleta y luego allá en su Casa Gris de la Máximo Gómez. Don Elito, el de la Lucía tan lánguida y tan sublime pero igual de autocrático y asesino como el que más. Al Balaguer de cuyos malabares maquiavélicos ahora copian hasta la saciedad de sus bolsillos, algunos de los miembros más distinguidos de las actuales élites políticas dominicanas.
Un presidente Balaguer firme y coherente contra todo aquello que oliera a democracia, justicia social, participación popular y respeto a los derechos humanos. Todo lo joven y nuevo era “subversivo y enemigo de la Patria”.
Hablamos de los tristes, largos y oscuros años de Guerra Fría. Del plan de exterminio contrainsurgente contra todos aquellos y aquellas que en el 1965 se atrevieron a levantar la voz y los fusiles exigiendo la vuelta del gobierno constitucional de don Juan Bosch, el que una vez dijo servir al partido para servir al pueblo. Plan de exterminio que también se puso en práctica en Argentina, Uruguay, Brasil, Chile…
En los 12 años de Balaguer, miles de muchachos perdieron la vida a manos de las bandas paramilitares recomendadas por la CIA en su afán de torturar y asesinar a la juventud que solo quería disfrutar del “Estado de Derecho”, viciado o no, corrupto o no, que disfrutamos en la actualidad.
Retornando a ese 12 de enero, hace ya cuarenta años, recuerdo como ahora que un grupo de amigos jugábamos baloncesto –21, mejor dicho— en la cancha del barrio, mientras Amaury, diez años mayor que nosotros, se enfrentaba a un contingente mixto de las Fuerzas Armadas.
Ninguno se percató de la radio que reportaba casi a cada minuto los feroces combates que estremecían el kilómetro 15 de Autopista Las Américas, camino al aeropuerto, a Boca Chica y a las playas clasemedieras de Guayacanes y Juan Dolio. Ninguno se percató de lo que pasaba porque el juego nos absorbía energía y diversión. Pero poco a poco la tensión de los acontecimientos nos llamó la atención. Sobre el aparato de radio, nunca supe de dónde apareció. Nadie andaba con una radio en una cancha de barrio para aquel entonces.
La tensión se escurría sola en la voz grave y tensa de Cabito Gautreaux, quien desmenuzaba las incidencias de la feroz y desigual batalla. Cabito narraba acostado en el suelo, micrófono en mano. El veterano periodista reportaba el tableteo de las ametralladoras y la llegada de más contigentes. Más pertrechos militares, más tanques, más carros de combate, más guardias del arsenal, más generales asesinos con cara de galanes de Hollywood. Sobre todo uno, contralmirante de la Marina, siempre tan dandy como le toca ser a los buenos asesinos. Más de todo y más para aniquilar a los cuatro muchachos.
Cabito registraba con la respiración entrecortada los intensos y constantes silbidos de las balas y el estallido de granadas contra todo lo que se movía alrededor de la cueva donde los “muchachos” resistían la brutal ofensiva.
Largas e intensas horas de combate, infinitas. Se paralizó el juego del 21. Todos atentos a la radio.
El juego de baloncesto se esfumó y el aire se hizo espeso. El gris de la tarde ya empezaba a caer.
Mi madre, apareció de la nada, igual que la radio, agitada y nerviosa. Salió de algún lado de la cancha y en cuestión de segundos me enrostró mi ignorancia por estar en esa cancha a esa hora mientras estaban sucediendo trágicos sucesos al otro lado de la ciudad. "Muchacho del carajo, camina, tú tá loco ¿ehh?!". Yo delante de ella y ella detrás de mí mascullando reproches que intuía en algo parecido al terror. El miedo, como era habitual, inició una escalada lenta y progresiva en su corazón de madre.
Ya en casa, esa noche, nos enteramos de que Amaury y los muchachos cayeron abatidos, allá en su cueva de guerreros. De hombres con miles de estrellas en la frente. Que la CIA ayudó a detectarlos a través de un avión que vino de Miami.
La noticia de su muerte se regó como la leve lluvia que caía. Una jarinita. Fue entonces cuando la ciudad se autoimpuso un gran toque de queda. Silencio. La Pax Romana de Balaguer.
Esa noche, en la cancha del barrio, los “muchachos grandes”, los que siempre iban de noche luego de que jugáramos los más pequeños, no asistieron a su acostumbrada tanda nocturna de jugar “21” .
Es que muy lejos de la cancha del barrio, cayó acribillado otro “muchacho” siempre clandestino, siempre furtivo, amante de la poesía de Miguel Hernández, el hijo de doña Manuela, de la Salomé Ureña, el de miles de estrellas en la frente.
Un “muchacho” que nunca pudo jugar 21 como nosotros por estar siempre de clandestino y de firme en sus convicciones de construir un país y un mundo mejor. No importa que estuviera equivocado o no en el tipo de sistema que convertiría al mundo en un mejor lugar para vivir. Su equivocación es lo de menos. Las ideas no se matan a balazos.
Por eso, era de esperarse que a los "muchachos grandes" no sintieran ganas de jugar esa noche aunque nunca habían oído hablar de Los Palmeros. A ellos y a la ciudad se los comió el silencio, se los comió la noche.
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