Santo Domingo.- En los cuarteles policiales de los barrios populares de la capital se reciben semanalmente entre dos y tres querellas de padres y otros familiares de jóvenes adictos a las drogas, cuyos comportamientos afectan el ambiente en el hogar.
En la mayoría de los casos los parientes acuden para que los metan en la cárcel y porque temen que el adicto los agreda o los mate cuando pierda el control, como ha ocurrido seis veces en los últimos cuatro años.
Casi todas las denuncias son por robos de electromésticos, joyas y objetos que los hijos sustraen de sus propias casas para venderlos y comprar las drogas de su adicción. También son por amenazas y agresiones físicas.
En los cuarteles de los barrios San Carlos, Villa Consuelo, Los Guandules, Gualey, Villa Francisca, María Auxiliadora, Capotillo, Espaillat y Cristo Rey este tipo de quejas de conflictos entre familias son más frecuentes, encabezando Cristo Rey la cifra de las estadísticas, con un promedio de 12 denuncias por mes, debido a que es un perímetro que abarca varios sectores.
“El consumo de drogas los pone violentos, sobre todo en la casa cuando se les corrige o se les niega algo que desean”, reveló el coronel Luis Andrés Féliz, director de la Unidad de Manejo de Jóvenes en Conflicto con la Ley, quien también dijo que hay casos graves en que el adicto se convierte, además, en asaltante y criminal, acarreando grandes sufrimientos y peligros a la familia.
Lo prefería muerto
Uno de esos casos extremos implicó a uno de los jóvenes que dio muerte el año pasado a una empleada del Banco Hipotecario Dominicano (BHD), en un intento de asalto en la marquesina de su casa. La madre de este joven le suplicó a la Policía que lo matara porque nadie lo soportaba y todos temían que contaminara a los demás hijos de la familia.
“Por supuesto que nosotros no cumplimos esa petición”, dijo uno de los investigadores a este diario. Según cifras policiales, un promedio de 30 a 40 quejas por mes se reciben en los cuarteles de la parte alta del Distrito Nacional y con frecuencia contra muchachos reincidentes que a veces los agentes ni les hacen caso.
“El problema familiar es grave, una realidad dura, casi inverosímil pero es la realidad”, afirmó el oficial Féliz, que dirige varios programas de prevención y trato con jóvenes adictos, junto al Programa Barrio Seguro, que dirige el general Juan Pérez Brown.
Reincidente
El caso de doña Pilar Ferreira es probablemente uno de los más comunes en el cuartel de San Carlos. En los primeros meses del año ha tenido que acudir siete veces a la Policía para que los agentes vayan a controlar a su hijo Tony, que se pone insoportable cuando no encuentra dinero para comprar piedras de crack. “Blocks” le llaman los jóvenes del vecindario a las porciones en cuadritos de esta droga que se obtiene cocinando en agua la cocaína con bicabornato de sodio.
“Ese crack lo pone loco, rebusca por todas partes y no hay lugar en la casa donde yo ponga el dinero que no lo encuentre”, comentó esta señora al capitán Marcelo Santana, subcomandante del cuartel.
El oficial manda a dos agentes a la casa de la doña, que vive apenas a tres casas del recinto, para calmar al muchacho. Tony los ve y se tranquiliza. “Es siempre lo mismo, ella viene desesperada porque prefiere verlo en la cárcel y no fumando droga, o porque teme que la agreda a ella o otro de sus hijos”, murmura el capitán.
Tony, como miles de jóvenes de los vecindarios pobres y de clase media, es un enfermo que da problemas a la familia, cuyos miembros viven permanentemente en una angustiante agonía porque muchas veces no saben con qué vendrán hoy o mañana.
La última vez que Tony se quedó sólo en la casa vendió la caja del cable, la plancha y toda la ropa del hermano mayor que trabaja en las aduanas. En el cuartel de Villa Consuelo con frecuencia se reciben hasta cuatro denuncias por semana contra algún pariente adicto.
Descontrolada
“La Beiba” es uno de los más conocidos, porque es hiperactiva, y “cuando se le sube el mono busca el dinero para la droga como quiera que sea”, dice la madre.
“Nunca se está quieta y cuando creo que duerme plácidamente en su cama está en la Pimentel o la Benito González robando celulares o carteras a los hombres”.
La situación es inversa a la de Tony, porque la madre de La Beiba acude al cuartel para que la dejen libre.
“Siempre pide que la suelten porque tiene miedo que alguna de esa gente a la que ella le roba la mate”, precisó el sargento Leoncio Padilla, de Villa Consuelo.
“Antes, cuando se iba para la calle y duraba dos y tres días sin regresar, yo me desesperaba, temía que le pasara algo y salía a buscarla a casas donde fuman crack y usan cocaína”, relata la madre con un gesto de disgusto en su cara. “Siempre la encontraba donde Pepín o en la casa de una amiga en la Doctor Betances, pero ahora ya ni la busco, porque el único momento que tenemos de paz y tranquilidad es cuando ella sale pa’ la calle”.
La madre dice que La Beiba ha salido embarazada dos veces en los últimos tres años, y que le ha dejado los dos hijos en la casa sin que ni ella esté segura de quiénes son los padres. “Imagínese usted, periodista, qué puedo hacer, cuidar a esos niños, porque esas criaturitas no tienen culpa de nada”.
Adicción macabra
El coronel Féliz recordó el caso de Librado Guzmán, un hombre que bajo los efectos de drogas y alcohol mató a golpes a su propia madre, una anciana de 79 años. El hecho ocurrió en una comunidad rural de Juan López, de Moca, y los vecinos narraron que Librado se había vuelto loco después de haberse pasado día y una noche fumando crack y oliendo cocaína.
Unos meses después de este horroroso crimen, en el barrio Miramar, del Kilómetro 8 de la carretera Sánchez, otro asesinato de una joven madre conmocionó el ánimo público en el 2006.
El hijo adicto mató a la madre de varias puñaladas porque lo amenazó con denunciar ante la Policía los maltratos y las agresiones que recibía. Le había robado varias veces y todos los días la presionaba para que le buscara dinero para comprar las drogas.
El calvario y la agonía en que el hijo adicto mantuvo a la madre durante siete años, lo terminó el mismo hijo al asesinarla una mañana temprano.
El muchacho descarriado y deportado de Estados Unidos fue muerto por un recluso en la cárcel de La Victoria, un mes después del matricidio. La noche del 3 de noviembre del 2005, el asesinato de una jovencita de 18 años causó gran consternación en la calle Alonso de Espinosa, de Villas Agrícolas.
Miguel Castro Paniagua, un joven adicto cuyos padres residen en Estados Unidos, mató a su hermana Verónica Mercedes Reyes Castro.
El joven era un enfermo adicto al “crack” y con frecuencia agredía a la joven para quitarle el dinero que le enviada la madre desde Nueva York.
Caso extremo
Los investigadores dijeron que le dio con un tubo en la cabeza y la remató estrangulándola con una cuerda. Luego descuartizó el cadáver, metió los restos en un tanque y llenó de cemento.
El homicida denunció en la Policía la desaparición de su hermana y empezó a buscarla junto a los vecinos.
Algunos familiares conocían el conflicto y sabían que Miguel había amenazado a su hermana porque ella le contó por teléfono a la madre que el dinero que les enviaba lo gastaba en drogas.
Los conflictos, agresiones y tensiones familiares por parientes adictos no sólo se registran en los vecindarios pobres y de clase media, también hay quejas y llamadas discretas a los cuarteles de la “clase alta”.
TAMBIÉN HAY QUERELLAS ENTRE LA CLASE ALTA
En los barrios de clase alta, como dice el director de la Unidad de Manejo de Jóvenes en Conflicto con la Ley los casos se manejan a discreción. Las familias temen a los escándalos de sus hijos adictos, pero no aminoran las tensiones ni el sufrimiento.
“Tal vez es peor, porque el que sufre callado sufre más”, dice el oficial. Han sido frecuentes y continúan siendo públicos los escándalos que provocan jóvenes de ambos sexos, hijos de familia pudientes que se reúnen los fines de semana en las avenidas Abraham Lincoln y Winston Churchill, y en plazas y discotecas de “gente rica”. Muchas veces pasan por las vías horas previas a las fiestas y las discotecas, y hasta lo han hecho desnudos.
Muchos se drogan sin pudor para aguantar la noche.
“Mira, trabajo diez horas al día y me como el hamberger de pie. Soy responsable, pero de lunes a viernes. Ahora toca disfrutar de la fiesta”, es el testimonio de un jevito en la Lincoln. Entre ellos, hay “camellos” que suministran la droga. El medio gramo de cocaína está a 300 pesos, la pastilla de éxtasis 150. Pero si viene uno rico le vendo coca a 500 y paga contento”, confiesa un vendedor.
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